TRATAMIENTO FARMACOLÓGICO
Resulta difícil imaginar que en la actualidad pudiera plantearse una situación, como la que se daba hace escasamente un siglo, en la que se considerase la terapéutica como una parte secundaria del quehacer médico. Los progresos de la química farmacéutica y, en el momento actual, de la biotecnología han puesto en manos del clínico una serie de instrumentos capaces de conseguir la resolución de diversos procesos o, por lo menos, de aportar un alivio sintomático crucial. La complejidad de este arsenal terapéutico y los avances en el conocimiento de los mecanismos que rigen sus efectos han hecho que la utilización de recursos farmacológicos por parte del médico no sea una simple reacción automática a una etiqueta diagnóstica, sino que exija una consideración precisa de las características del paciente y de los tipos de tratamiento que mejor se acoplen a aquéllas. No es posible analizar dentro de los límites de esta obra las propiedades particulares de los diferentes agentes o grupos farmacológicos, pero sí resulta conveniente prestar atención a los factores determinantes de la respuesta a un fármaco por parte del organismo, los cuales consideraremos de modo resumido.
Lugar de acción de los fármacos y acceso a él.
En la inmensa mayoría de los casos, la acción de un fármaco, beneficiosa o adversa, resulta de su interacción con una estructura molecular a la que denominamos receptor. Estos receptores pueden estar localizados en la superficie celular o en el interior de la célula e, incluso, en el propio núcleo. Algunos de estos receptores están identificados, y de algunos se conoce su estructura química y disposición en el espacio, pero a menudo el término "receptor" identifica sólo un concepto, derivado de precisos estudios farmacológicos y bioquímicos. En cualquier caso, es legítimo considerar que la interacción fármaco-receptor es clave para el efecto de los medicamentos, y que la concentración del fármaco en el entorno del receptor (lo que a menudo se denomina biofase) es determinante para la magnitud de este efecto.
Pocas veces se dan casos en los que un fármaco se aplique directamente a su biofase y, en general, para que acceda a ella debe existir un proceso de ingreso en el organismo, a través de mecanismos de absorción. Poco hay que decir de la inyección intravenosa o intrarterial como formas de entrada de un fármaco en el organismo y, aparte de la consideración del posible depósito en el punto de inyección, seguido del paso más o menos lento a la sangre, tampoco cabe considerar las vías subcutánea e intramuscular. La vía digestiva, por el contrario, sí merece atención.
Cuando un fármaco se administra por vía oral debe disolverse en los líquidos digestivos para que pueda ser absorbido, y esta disolución puede desempeñar un papel clave. Por ejemplo, algunos medicamentos sólo se disuelven bien en el estómago, y cualquier circunstancia, farmacológica, fisiológica o patológica (como la migraña) que modifique el vaciamiento gástrico puede alterar notablemente la absorción, y por lo tanto el patrón de respuesta a ellos. A su vez, el propio proceso de absorción depende de una serie de factores. Es obvio que las características anatómicas del intestino delgado, determinantes en la absorción de nutrientes, cuentan también en lo que respecta a la absorción de fármacos, pero este último proceso tiene una complejidad que no puede pasar inadvertida. En primer lugar, a efectos de absorción de fármacos, cabe considerar las paredes de todo el tubo digestivo como una serie de estructuras lipídicas en las que el fármaco debe disolverse para atravesarlas y acceder a la circulación sanguínea. Vistas así las cosas, es obvio que la absorción de un fármaco dependerá de su liposolubilidad. Ésta es función de la estructura química, pero en muchos casos depende también del pH del medio en que se encuentre el fármaco. Si éste tiene capacidad de disociarse (es decir, reacciona como un ácido o una base), la fracción ionizada es siempre muy poco liposoluble, y dado que el grado de ionización varía con el pH del medio, éste resulta un elemento clave para las posibilidades de absorción. Así, por ejemplo, un medicamento que se comporte como un ácido débil, como sucede con los barbitúricos o los antiinflamatorios no esteroideos, tenderá a absorberse en el estómago, dado que su pH fuertemente ácido se opone a la ionización de ácidos más débiles. Por el contrario, las sustancias de tipo básico, como la morfina y otros alcaloides, no se absorben en el estómago porque al nivel de pH presente en éste se encuentran totalmente disociadas.
El transporte de los fármacos en la sangre y su distribución en el organismo merecen asimismo atención especial. Por una parte, como es lógico, los fármacos circulan en la sangre disueltos en el agua plasmática, pero existe también una fracción que se encuentra unida a las proteínas del plasma (y aun en contados casos, una fracción que se halla atrapada en los hematíes). La unión de los fármacos a las proteínas plasmáticas es un fenómeno interesante y hoy día bien conocido, aunque a menudo es objeto de interpretaciones triviales que son causa de confusión. En principio, cabe aceptar que los fármacos de naturaleza ácida tienen una particular afinidad por la albúmina plasmática, y que los de naturaleza básica tienden a unirse a una glucoproteína, el orosomucoide. Estas afinidades determinan que la cantidad total de uno de estos fármacos en la sangre quede distribuida en dos fracciones. Una de estas fracciones, denominada fracción libre, corresponde al fármaco que se halla simplemente disuelto en el agua plasmática, y la otra, fracción ligada, corresponde al que está unido –por una serie de enlaces débiles de tipo fisicoquímico– a las proteínas plasmáticas. La proporción de ambas fracciones dependerá del grado de afinidad del fármaco por las proteínas. Así, dentro de una misma familia de fármacos puede haber productos con una fijación del 2030%, como la ampicilina, y otros en los que ésta alcance el 98%, como la flucloxacilina. Es importante señalar que sólo la fracción libre es capaz de acceder al entorno del receptor, pero no hay que perder nunca de vista que el proceso de fijación de los fármacos a las proteínas plasmáticas es absolutamente dinámico y que, como veremos más adelante, no son válidos muchos razonamientos simplistas basados en una concepción estática de estas dos fracciones.
La fijación de un fármaco a las proteínas plasmáticas desempeña un papel importante en su distribución en el organismo, pero existen otros factores que condicionan este proceso. Un fármaco fuertemente unido a las proteínas plasmáticas puede quedar acantonado en el espacio intravascular (como sucede con algunos colorantes y medios de contraste), pero otros, debido a su gran liposolubilidad, pueden distribuirse en todo el espacio intersticial y, aun en algunos casos, encontrarse a igual concentración en toda el agua corporal. Dada la particular estructura de los capilares celulares y de los plexos coroideos (ausencia de poros y superposición de membranas), el acceso al SNC representa una forma extrema en la que tanto la liposolubilidad de un fármaco como su grado de fijación a las proteínas pueden determinarque una sustancia ejerza o no efectos centrales.
La frecuente aparición del término en la literatura médica obliga a hacer mención del denominado volumen aparente de distribución (Vd). En esta expresión la palabra "aparente" es básica, aunque por desgracia se olvida a menudo, y un concepto sumamente útil en el establecimiento de las pautas de dosificación queda reducido a una simple fuente de confusión. El volumen aparente de distribución de un fármaco expresado en litros o en litros por kilogramo (L/kg), resulta de un cálculo matemático basado en la dosis administrada y en la concentración de fármaco detectada en la sangre. Pasando a un terreno totalmente ajeno, imaginemos que queremos medir el volumen de una piscina en un jardín. Si la piscina es de forma absolutamente regular bastará multiplicar el área de la base por la altura, pero si es de forma irregular, con paredes onduladas y fondo variable, una aproximación geométrica resultará imposible. En este caso cabe recurrir a la química: basta verter en la piscina una cantidad conocida, medida en gramos, de un colorante, agitar hasta conseguir una disolución uniforme, tomar una muestra del agua y medir la concentración del colorante en ella, expresándola en gramos por litro (g/L). Obviamente, el cociente de dividir la cantidad vertida por la concentración hallada nos dará exactamente el volumen en litros de la piscina. Un razonamiento semejante puede hacerse en el caso de medicamentos, y es posible calcular su volumen de distribución basándonos en la concentración en el plasma inmediatamente después de la administración intravenosa y en la dosis administrada. No puede olvidarse, con todo, que el procedimiento descrito para la medición del volumen de la piscina funciona sólo en el caso de que se consiga una difusión uniforme del colorante. Si éste tuviera una afinidad especial por algunas estructuras, como podrían ser el metal de la rejilla del desagüe o de las escalerillas, y se fijara a ellas, la concentración medida en el agua podría ser muy baja y el cálculo sugerido daría valores anormalmente altos para el volumen de la piscina. Una situación del todo semejante se da en el caso de la distribución de fármacos en el organismo. Muchos de ellos tienen afinidad por estructuras particulares (ya sean las proteínas plasmáticas, ciertas proteínas tisulares o incluso los propios huesos) y el volumen calculado es siempre un volumen aparente de distribución. En algunos casos la cifra obtenida coincide con un volumen fisiológico (p. ej., plasma o líquido intersticial) y cabe imaginar que ello representa el volumen real de distribución de un fármaco, pero no debe sorprender encontrar referencias a volúmenes de distribución de centenas o incluso miles de litros que, evidentemente, no corresponden a ningún espacio orgánico, sino que simplemente traducen la fijación de parte de la sustancia administrada a alguna estructura extravascular. En cualquier caso, el concepto de volumen aparente de distribución es clave para establecer pautas de dosificación de medicamentos y para comprender las relaciones matemáticas que definen cuantitativamente el movimiento de los fármacos en el organismo o la farmacocinética.
Es evidente que los fármacos, al igual que otras sustancias exógenas, no permanecen indefinidamente en el organismo, sino que están sujetos a un proceso de eliminación. Esta eliminación puede realizarse directamente, a través de vías de excreción fisiológicas como son la renal o la biliar, o puede verse facilitada por un proceso previo de biotransformación en sustancias más fácilmente excretables, al que se denomina simplemente metabolismo. De hecho, los procesos de metabolismo de fármacos tienden a transformarlos en sustancias menos liposolubles, con lo cual se evita, por ejemplo, que puedan reingresar en la circulación general por reabsorción a través del túbulo renal después de haber sido excretadas a través del glomérulo. Los sistemas enzimáticos responsables del metabolismo de fármacos abundan en el hígado, que constituye el órgano más importante de la economía a este respecto, pero se dan también en otras estructuras, como el riñón y, como es hasta cierto punto lógico, en lugares de acceso de sustancias extrañas al organismo, como el pulmón, la piel y sobre todo la pared intestinal.
La abundancia de sistemas de biotransformación de fármacos en el hígado y el intestino puede tener consecuencias no sólo en la eliminación de un fármaco ya absorbido, sino en el posible acceso de un producto a la circulación sistémica. De hecho, cuando un fármaco administrado por vía oral alcanza la circulación sistémica ha sufrido un proceso de absorción y ha "sobrevivido" a los procesos de biotransformación de la pared intestinal y del hígado, un órgano estratégicamente situado entre el intestino y la circulación general. En muchos casos la cantidad de fármaco que pasa por estos puntos de biotransformación en su camino hacia la circulación general es tan grande en relación con la capacidad enzimática de estos procesos, que este metabolismo previo al ingreso en la circulación sistémica no tiene trascendencia alguna. En otros, no obstante, esta biotransformación "presistémica", o efecto de primer paso, como habitualmente se la conoce, es tan importante que se pierde una parte significativa de la medicación administrada, dándose una situación hasta cierto punto equivalente a la que produciría una absorción incompleta. El término biodisponibilidad tiene que ver con ambos procesos y se utiliza para designar el porcentaje de fármaco que alcanza la circulación sistémica en forma no modificada tras su administración. Según una definición de este tipo, la biodisponibilidad de un producto administrado por vía intravenosa es, automáticamente, del 100%. Cuando se trata de evaluar la biodisponibilidad de un fármaco por vía oral se mide habitualmente el área total bajo la curva de niveles plasmáticos, comparándola con la obtenida tras la administración intravenosa. La biodisponibilidad de un fármaco es función tanto de su posibilidad intrínseca de absorción como de los factores de tipo farmacéutico que la condicionan (tamaño de las partículas, grado de compresión, presencia de dispersantes, etc.), aparte de los fenómenos de primer paso. Por ello, no debe sorprender que se den variaciones entre preparados de distintos orígenes y que estas variaciones puedan tener repercusiones terapéuticas. A modo de ejemplo un tanto extremo, cabe citar el caso de un brote de cuadros de sobredosificación de difenilhidantoína registrado en Australia a mediados de los años sesenta, cuando una compañía fabricante de este antiepiléptico decidió modificar el excipiente inerte de estas cápsulas sustituyendo simplemente el sulfato cálcico, empleado hasta entonces, por lactosa. Es evidente que el concepto de biodisponibilidad es importante al comparar diversos preparados de una misma sustancia, pero no debe olvidarse cómo se calcula. Por ello, es correcta la expresión de que dos productos con igual biodisponibilidad son bioequivalentes, pero la expresión "equivalencia terapéutica" debe reservarse para hacer referencia a la existencia de una eficacia y seguridad clínica análogas.
Tradicionalmente se ha considerado que la fijación de los fármacos a las proteínas plasmáticas es un factor que se opone a su biotransformación, en tanto que sólo la fracción libre puede acceder a los lugares de metabolismo. Esto es cierto en muchos casos, pero hay que tener en cuenta que algunos fármacos son metabolizados por sistemas enzimáticos tan eficientes que todo el fármaco que llega con la sangre es biotransformado, ya que el equilibrio entre fracción fija y fracción libre se desplaza rápidamente en favor de ésta al ir siendo metabolizado el fármaco. En estos casos, en los que la biotransformación es dependiente del flujo, poco importa cuál sea el grado de fijación a las proteínas. De hecho, un aumento de la fracción fija (como puede darse en el caso de ciertas bases cuando aumenta el orosomucoide del plasma en respuesta a una inflamación o traumatismo) puede traducirse en un aumento de la cantidad de fármaco presente en la sangre y, por lo tanto, en un metabolismo más rápido.
Por lo que respecta a la excreción renal de fármacos, la vía cuantitativamente más importante, cabe señalar que sólo la fracción libre es filtrada por el glomérulo, en tanto que los sistemas de secreción activa a través del túbulo tienen una eficacia tan elevada que todo el fármaco que llega con la sangre es excretado al túbulo, si este fármaco tiene afinidad por estos sistemas de transporte activo (en rigor sólo afectan a ácidos y bases fuertes). Una vez en el túbulo, un fármaco será eliminado con la orina o recaptado a la circulación sistémica primordialmente en función de su grado de liposolubilidad, ya que si es muy soluble en lípidos podrá atravesar la pared tubular y ser reabsorbido