DIAGNÓSTICO
Una de las facetas más importantes y difíciles del quehacer médico diario es el diagnóstico. Dicho proceso comienza por una cuidadosa recogida de la anamnesis o historia clínica, en la que junto a numerosos detalles que puedan ser de interés, ocuparán un lugar destacado las molestias subjetivas o síntomas que manifieste el paciente. Con frecuencia, una vez finalizada la anamnesis cabe ya aventurar un diagnóstico de sospecha. Inmediatamente se procede a la exploración física, es decir, a la recogida mediante los sentidos (vista-inspección, tacto-palpación, oído-auscultación, olfato-olfación, y en tiempos pasados incluso el gusto) de los signos o datos objetivos, tanto patológicos como normales, que permitan ir configurando el cuadro clínico del enfermo. En el momento en que dicha exploración ha terminado, a menudo la sospecha se ha convertido ya en diagnóstico de presunción o provisional. La fase siguiente consiste en la práctica de un conjunto de exploraciones complementarias (datos de laboratorio y técnicas de diagnóstico por imágenes, como radiografías, ecografías, tomografía computarizada [TC], o resonancia magnética [RM], pero también técnicas diversas realizables en gabinetes especiales, como el ECG, el EEG, la espirometría, la laparoscopia, etc.). El resultado de dichas exploraciones de laboratorio e instrumentales podrá confirmar o no los diagnósticos previamente presumidos, y habitualmente proporcionar el diagnóstico clínico definitivo. Con todo, no rara vez éste, aunque considerado definitivo, es sólo parcial o incompleto. La fase del diagnóstico o diagnósticos definitivos –y aún dentro de las limitaciones de nuestros conocimientos actuales– se consigue tras el examen post mortem, es decir, con el diagnóstico anatomopatológico. En suma, pues, en la elaboración del diagnóstico se siguen los pasos del denominado método clínico. De los síntomas que expone el paciente, se pasa a la comprobación objetiva de datos, o a la recogida de los signos, mediante la exploración física. Los distintos síntomas y signos se agrupan en los síndromes, que suelen traducir una alteración anatómica o funcional de un órgano o sistema. Por último, entre las distintas causas capaces de originar un síndrome concreto se llega a precisar con las exploraciones complementarias una posibilidad etiológica y se establece el diagnóstico de enfermedad o entidad nosológica. Tomemos para ilustrar estos pasos un ejemplo clínico: un paciente joven aqueja bruscamente una intensa cefalalgia y escalofrío (molestias subjetivas o síntomas). En la exploración física se le detectan una serie de signos: rigidez de nuca, signo de Kernig y signo de Brudzinski. La cefalalgia y los signos mencionados constituyen un conjunto de datos que se agrupan en el denominado síndrome meníngeo, que traduce una irritación o inflamación (infecciosa, química o de otro tipo) de las meninges blandas. El estudio de las características fisicoquímicas y bacteriológicas del LCR permite concluir que la citada inflamación se debe a un proceso infeccioso causado por meningococos. En este momento se puede establecer ya el diagnóstico de una enfermedad o entidad nosológica, es decir, el de meningitis meningocócica.
El proceso diagnóstico sigue una serie de pasos lógicos con los datos obtenidos a partir del paciente. El médico debe poseer una mente abierta, dispuesta siempre a recibir o detectar cualquier nueva información, la cual, mediante un concatenado proceso de análisis y síntesis, se intentará incluir en el esquema diagnóstico que se está elaborando. Existe una gran similitud entre el método clínico y el método científico. En ambos, a partir de un conjunto de observaciones se elaboran una o varias hipótesis, con lo cual se logra formular en el método científico una teoría, y en el método clínico un diagnóstico provisional. Uno de los pasos capitales en este proceso consiste en reunir un conjunto de síntomas y signos en los denominados síndromes, que orientan de modo específico sobre el trastorno anatomofuncional de un órgano o sistema concretos. Con ello, las posibilidades diagnósticas quedan muy reducidas, y sólo se trata ya de analizar las distintas causas capaces de provocar dichos trastornos, para mediante las exploraciones físicas o complementarias pertinentes llegar al diagnóstico clínico definitivo. En el caso del ejemplo anterior, el síntoma cefalalgia puede ser provocado por un sinfín de causas: vasculares, tumorales, metabólicas, traumáticas, oftálmicas, otorrinolaringológicas, reumatológicas y otras. En cambio, cuando el síntoma cefalalgia queda integrado con los signos rigidez de nuca, signode Kernig y signo de Brudzinski en el denominado síndromemeníngeo, las causas quedan ya muy limitadas. Basta recoger otros datos clínicos (fiebre, herpes simple, púrpura petequial)y biológicos (examen del LCR), para que el diagnósticode meningitis meningocócica quede establecido de modo concluyente.
La naturaleza del razonamiento diagnóstico se ha ido conociendo mejor merced a las investigaciones en ciencias cognitivas, en ciencias relativas a la toma de decisiones y a los estudios sobre la inteligencia artificial. Así, se reconocen diferentes estrategias de razonamiento, como la probabilística (basada en relaciones estadísticas entre las variables clínicas y la verosimilitud diagnóstica), la causal (consistente en construir un modelo fisiológico y verificar hasta qué punto los hallazgos de un paciente determinado pueden ser explicados mediante él) o la determinística (basada en el empleo de sencillas reglas clínicas, derivadas de la práctica). Con todo, el proceso diagnóstico suele ser complejo, pues emplea partes de diferentes estrategias de razonamiento.
Conviene conocer y atender a un conjunto de principios, algunos aparentemente triviales, que deben presidir la realización de cualquier proceso diagnóstico.
Una condición absolutamente esencial para que el médico pueda percatarse de los problemas de su paciente, es dedicarle el tiempo suficiente. Aunque con práctica el tiempo necesario para realizar una buena anamnesis y exploración física puede reducirse notablemente, si se compara con el que consume el inexperto, dicha reducción no puede quedar por debajo de un mínimo imprescindible. Este principio, aparentemente trivial, ha sido subrayado con harta frecuencia en relación con alguna modalidad de actividad médica, por desgracia aún vigente entre nosotros. Respecto a la imposibilidad de atender un número excesivo de pacientes en un reducido lapso de tiempo, es gráfico el comentario irónico de un facultativo: "Hoy, durante una hora me han visto 60 enfermos."
Otra condición que parece superfluo citar pero que se olvida en demasía es que durante el tiempo dedicado al enfermo hay que prestarle la suficiente atención, no sólo para escucharlo, sino para tratar de entenderlo. Con cuánta frecuencia se viven ejemplos de errores diagnósticos por no haber sido atendido adecuadamente este principio. Los pacientes a menudo utilizan expresiones que para ellos tienen un significado distinto que para el médico o para la población general. Dicho de otro modo: cuando el médico habla con su paciente, debe estar constantemente cerciorándose de que le está entendiendo, lo cual es habitualmente fácil, pero en alguna ocasión requiere un buen grado de paciencia y agudeza por parte del facultativo. La clásica queja expresada por muchos enfermos y que debería desaparecer de las historias clínicas es el mareo. Cuando un paciente expone este síntoma, el médico no debería limitarse a transcribir literalmente dicha queja, sino procurar averiguar el exacto sentido que el enfermo atribuye a tal expresión, es decir, intentar traducir con exactitud este motivo de consulta. ¿Se trata de náuseas?, ¿de una sensación giratoria de la cabeza o de los objetos que rodean al paciente, o simplemente, de una inestabilidad cefálica, con los cambios de posición, todo lo cual se puede incluir grosso modo dentro del concepto de vértigo? ¿O es, por el contrario, una sensación de visión borrosa, sudor frío, cabeza insegura y palpitaciones que preceden a un desmayo, es decir, una lipotimia? Y aun hay veces en que el o la paciente responden negativamente a todas estas eventualidades, pero siguen manifestando padecer "mareo", en cuyo caso ello simplemente traduce una sensación de incomodidad general o incluso de inconformidad psiconeurótica.
Si no basta con escuchar al enfermo, sino que es preciso entenderle, tampoco es suficiente con mirarlo, sino que es imprescindible intentar ver en él cualquier detalle que pueda conducir al diagnóstico. Con ello no se pretende limitar el quehacer diagnóstico únicamente al ejercicio visual. Sería peligroso renunciar a otros muchos métodos que coadyuvan a perfilar mejor el diagnóstico o los diagnósticos de nuestros pacientes. Pero es preciso destacar la gran importancia que encierra una aguda inspección. Es obvio que la capacidad de transformar el simple mirar en la habilidad de ver depende de algunas características innatas. Pero es innegable que la capacidad de observación, de fijarse en los detalles aparentemente nimios, se puede adquirir, por lo menos en parte, en virtud del ejercicio y de una adecuada disposición. El estudiante de medicina debería prestar a ello una particular atención, no limitando el ejercicio de sus dotes de observación únicamente al tiempo que permanece con los enfermos, sino procurando adquirir el hábito de tener una mirada despierta a lo largo de todo el día, en su domicilio, en los medios de transporte, en el aula, en su lugar de esparcimiento y durante las prácticas deportivas, en suma, en todo momento. Sólo así llegará a poseer, caso de que ello no sea ya una de sus características innatas, un poder de observación sin el cual no se puede alcanzar el grado de buen clínico.
Y prosiguiendo con la capacidad sensorial del explorador, no basta con palpar, sino que es preciso percibir o reconocer a través del tacto. En relación con este sentido existen asimismo notables diferencias innatas, pero vale también aquí lo dicho a propósito de la inspección: si el estudiante se ejercita adecuadamente podrá alcanzar un nivel suficiente de adiestramiento. Es clásico el consejo relativo a la palpación conforme el cual ésta debe ser delicada, sin que los dedos de la mano ejerzan una presión excesiva, puesto que ello reduce la capacidad de percepción táctil. Otro principio que debería presidir la actuación del médico en la exploración física es el siguiente: es preciso no caer en la llamada medicina de salón o de oficina, por la cual el facultativo llega como máximo a escuchar o incluso a entender al enfermo para solicitar después un conjunto de análisis o exploraciones complementarias, cuyos resultados va acumulando en una carpeta cual burócrata tras la ventanilla de un despacho oficial. En cambio, renuncia a una parte esencial de sus posibilidades diagnósticas, como es el empleo inteligente de sus sentidos. Con respecto a la palpación, el estudiante o joven médico luchará por superar las naturales barreras que siente inicialmente, para intentar ejercitarse en una palpación delicada y respetuosa, pero todo lo extensa que sea posible. Y en este sentido, no se limitará únicamente a la palpación de las áreas más clásicas, como los hipocondrios en búsqueda de visceromegalias, sino que practicará una palpación amplia incluyendo áreas menos habituales, como epicráneo, extremidades, planos torácicos, amén de los órganos concretos como mamas, próstata, tiroides, etc. Otro principio que debe presidir la práctica de la exploración física es el de adquirir el hábito de realizarla siguiendo siempre el mismo método. Es obvio que el modo de realizar la anamnesis y la exploración física, así como la aproximación al enfermo en general, son reflejo de la personalidad del médico y de su experiencia. En modo alguno hay que pretender que todos los profesionales de la medicina ejerzan su profesión siguiendo unos cánones rígidos e inamovibles. Pero es muy recomendable que cada médico adquiera su método y lo siga después fielmente, pues sólo de este modo conseguirá que la anamnesis y la exploración que realice sean siempre completas. Si modifica constantemente su esquema, es probable que cometa muchas omisiones. Con todo, cuando se insiste en la necesidad de seguir siempre el mismo método, en modo alguno se pretende defender una práctica rutinaria, en el sentido peyorativo de la palabra. Por el contrario, aunque siguiendo el mismo método, el ejercicio de la profesión médica debe ser realizado con gran atención. Únicamente cuando el poder de concentración se ejercita a diario es posible atender a detalles, a veces aparentemente insignificantes, que pueden conducir a resolver algún caso difícil.
Uno de los principios esenciales de la práctica clínica estriba en dudar de todo. Es preciso que todas las hipótesis diagnósticas que el médico vaya elaborando las considere siempre como provisionales o parciales. Conviene que esté siempre dispuesto a modificar constantemente su diagnóstico,sea de modo parcial o total. De hecho, el buen clínico comienza a establecer la primera aproximación al diagnóstico apenas entra en contacto con el paciente, puesto que la edad, el sexo y la apariencia externa ya producen en el buen observador una primera impresión. Estas hipótesisdiagnósticas iniciales, evidentemente muy poco concretas,se van modulando con confirmaciones y rechazos, a lo largo de la recogida de la anamnesis, y se siguen elaborando en la mente del clínico durante la exploración física. Pero tras ella –y una vez acabadas las exploraciones complementarias pertinentes y establecido el diagnóstico definitivo–, el buen clínico sigue albergando respecto a éste la convicción de que se trata de una conclusión provisional o parcial. Sólo cuando la respuesta a la terapéutica es la esperada, acabapor aceptar que el diagnóstico clínico ha sido correcto. Enel caso de que la respuesta a la terapia o la evolución clínica no sean las previstas, el clínico competente no se aferra tozudamente a su diagnóstico, sino que procura modificar o cambiar totalmente su orientación. De que el diagnóstico clínico es siempre parcial es fácil percatarse tras la práctica de la autopsia, cuyo resultado suele ser una amplia lista de alteraciones patológicas, de las cuales sólo una parte ha sido claramente reconocida por el clínico.
Un principio de sentido común que debe presidir la actuación diagnóstica del clínico es atender a la noción de frecuencia de las enfermedades. No rara vez el estudiante o el médico joven propende a sospechar la existencia del último síndrome o la última rareza clínica que haya leído en una revista científica o a pensar en la eventualidad etiológica más rara ante un síndrome clínico. Así, por ejemplo, es poco inteligente sospechar ante un síndrome comatoso un coma mixedematoso antes de haber descartado un coma diabético, hepático o tóxico. Demuestra poco sentido común el facultativo que ante un abdomen agudo sugiere entre los primeros diagnósticos una porfiria, un saturnismo o una epilepsia abdominal. O aquel otro que ante un síndrome anémico piensa primero en un cuadro hemolítico antes de haber descartado la anemia posthemorrágica o ferropénica. Ello no quiere decir que deba cerrarse a las posibilidades diagnósticas raras. Es más, sólo grandes clínicos son capaces de reconocer en su práctica entidades nosológicas que sólo conocen por la bibliografía, sin haber tenido ocasión de observarlas previamente. Pero es absolutamente esencial que el ejercicio clínico sea presidido por el sentido común, y pensar en primer lugar en lo más corriente, para sólo después, una vez descartadas con certeza las entidades más frecuentes, considerar lo raro o incluso lo previamente ignoto.
Un buen clínico se caracteriza por conocer muy bien sus limitaciones y por saber solicitar, cuando ello sea conveniente, la ayuda o el consejo de una persona más experta en el problema que le ocupa. No le ciega el falso sentido de orgullo, para cerrarse en su autosuficiencia. Son peligrosos para el paciente los médicos que nunca dudan de nada, que siempre muestran una seguridad absoluta con respecto a sus opiniones o conductas. Es preferible para el paciente aquel médico, acaso menos brillante o incluso menos preparado, pero que conociendo bien sus limitaciones tiene la humildad suficiente de solicitar cuando sea preciso otra opinión. En suma, no es posible separar en el clínico el nivel profesional de la calidad humana. En la tumba de NOTHNAGEL cabe leer la frase que él había defendido con su conducta: "Sólo un hombre bueno puede ser buen médico."
La anamnesis y la exploración física, durante las cuales el médico recoge con cuidado y siguiendo los principios expuestos los síntomas y signos de la afección que sufre el paciente, siguen siendo el pilar del ejercicio médico y del método clínico, a pesar de los espectaculares avances experimentados por las técnicas instrumentales y de laboratorio. Sin estos dos métodos clásicos y sin las consiguientes hipótesis diagnósticas más o menos aproximadas, la práctica clínica pierde el nombre de tal y se convierte en una búsqueda del diagnóstico al azar y sin dirección adecuada, consistente en la petición de numerosas pruebas de laboratorio y exploraciones instrumentales. En la práctica clínica auténtica hay que huir de este intento diagnóstico "por perdigonada" y seguir el método clínico, cuyas premisas insustituibles son la anamnesis y la exploración física. Una vez acabadas éstas, es preciso que el médico formule el diagnóstico o los diagnósticos provisionales o de presunción. Nada hay más criticable en nuestra profesión que la llamada medicina adiagnóstica, practicada por desgracia con excesiva frecuencia. Desafortunadamente son demasiados los facultativos –si es que pueden recibir este nombre– que actúan practicando la medicina puramente sintomática, sin intentar siquiera una aproximación al diagnóstico. Suelen actuar bajo axiomas de tipo casi reflejo, y así, ante un síndrome febril prescriben una combinación de antibióticos, acaso aunados con un antitérmico; ante un síndrome asténico recetan un preparado polivitamínico, y así sucesivamente. Si el caso es evidentemente orgánico y no obedece a una conducta tan simplista, entonces suelen recurrir a la práctica de la terapéutica o exploración al azar, prescribiendo un conjunto variable de fármacos o bien indicando un número lo más amplio posible de exploraciones de laboratorio y complementarias de tipo instrumental.
Este proceder nada tiene que ver con el ejercicio médico auténtico, caracterizado por un proceso racional en el que asienta el método clínico y en el que, tras una cuidadosa recogida de la anamnesis y una detallada exploración física, queda formulada la orientación diagnóstica, la cual recibirá su confirmación, bien sea con la práctica de las exploraciones complementarias, bien por la evolución y la respuesta a la terapia instaurada.
En general se considera que no es suficiente establecer una orientación diagnóstica in mente, sino que parece conveniente formularla por escrito, pues esta forma de comprometerse suele coadyuvar a que los procesos previos sean más cuidadosos e incisivos.
En muchas ocasiones, particularmente cuando se trata de afecciones muy frecuentes en la práctica diaria, la anamnesis y la exploración física ofrecen datos tan evidentes que el primer diagnóstico no es ya de presunción o provisional, sino definitivo. Pero otras veces la certeza diagnóstica se consigue únicamente mediante la práctica de exploraciones complementarias, cuyo uso debe ser presidido también por una serie de normas.
En primer lugar, es preciso que las exploraciones complementarias merezcan este calificativo y constituyan, no la actividad fundamental del quehacer médico, sino sólo el complemento de un proceso diagnóstico perfectamente estructurado en virtud de la anamnesis y exploración física. Sólo cumplirán estas condiciones cuando tengan intencionalidad, es decir, cuando vayan dirigidas a comprobar o descartar un diagnóstico provisional previamente formula-do. Sólo se encuentra lo que se busca; dar palos de ciego solicitando una amplísima batería analítica, radiológica o isotópica sólo suele conducir a que la medicina sea cada vez más cara, a que los documentos clínicos no quepan en los archivos y a que el número de accidentes debidos a las pruebas diagnósticas sea progresivamente más alto.
El médico cuidará con esmero que el número de pruebas complementarias practicadas guarde proporción con la complejidad del problema clínico. En el análisis de la documentación clínica, la citada proporción informa de modo fehaciente acerca de la calidad del equipo médico que ha atendido a un enfermo. No prodigar la práctica de pruebas complementarias es algo muy conveniente por varias razones: en primer lugar, cabe mencionar los aspectos económicos. Es indudable que los costos de la medicina actual están creciendo en espiral y que muy pronto ninguna economía podrá contemplar impasiblemente este problema. Han pasado ya aquellos tiempos en los que el médico ordenaba la realización de todas las pruebas complementarias que se leantojaban o prescribía tantas medicaciones como estimabaoportuno, basándose puramente en criterios considerados"profesionales" y, no rara vez, con despreocupación total oincluso desprecio de los aspectos económicos.
En los tiempos actuales y dados los costos crecientes de la medicina, es preciso que el médico se acostumbre a valorar el precio de sus decisiones, y así, ante dos pruebas complementarias de rendimiento similar, se decida siempre por la más económica, principio que seguirá igualmente con respecto a las prescripciones terapéuticas. Pero, aparte de las cuestiones económicas, evidentemente importantes, hay otras consideraciones de trascendencia aún mayor. Al decidir las exploraciones complementarias el médico debe atender, por encima de todo, al interés del enfermo. Así, es preciso tener en cuenta que el paciente experimenta ya un considerable grado de incomodidad física y psíquica por el hecho de estar enfermo y, por tanto, es imprescindible que el médico no añada nuevas incomodidades con la práctica de exploraciones complementarias que no sean estrictamente necesarias. En ocasiones, dichas exploraciones entrañan, además de la incomodidad un riesgo, acaso vital. Siempre se aquilatará con extremo cuidado si tal riesgo queda superado por el beneficio que a partir de dichas exploraciones se puede obtener. Si bien es conveniente que el médico alcance en su proceso diagnóstico un notable grado de seguridad –la condición imprescindible para una correcta terapéutica–, el buen profesional sabrá abstenerse de la práctica de aquellas exploraciones que constituyan un riesgo y no aporten nada fundamental a la modificación de la actitud terapéutica. Dicho de otro modo, el médico antepondrá el interés del enfermo a la curiosidad académica y hará realizar las pruebas complementarias sólo en el caso de que de sus resultados se pueda derivar un beneficio real para el paciente y no únicamente un adorno para el diagnóstico.
Una cuestión a menudo olvidada y que en cierto modo guarda relación con lo que se acaba de exponer, es la noción de la jerarquía en las pruebas complementarias. Es preciso que en todo momento del proceso diagnóstico el médico tenga una clara noción jerárquica de las citadas pruebas, solicitándolas en un orden lógico, de acuerdo con su rendimiento, costo y riesgo.
Otro aspecto esencial consiste en conocer lo mejor posible los métodos de exploración complementaria. Es obvio que el médico general no puede convertirse en un especialista en todas las materias, y que con frecuencia requerirá el concurso de los expertos en diversas exploraciones instrumentales. Pero es esencial que el médico de asistencia primaria procure conocer las bases de dichos métodos y, siempre que sea posible, intente interpretar por sí mismo sus resultados. Así, por ejemplo, es bueno que no fíe el examen del fondo de ojo exclusivamente al oftalmólogo, sino que sea capaz de analizar por sí solo el aspecto de la papila óptica, de la mácula, de los vasos retinianos y de eventuales alteraciones de la retina. Es útil también que no se confíe exclusivamente en el dictamen del radiólogo, sino que se acostumbre a analizar diversas alteraciones radiológicas y contraste su criterio con el del especialista. Otro tanto cabe decir acerca de los trazados del ECG o EEG, de las imágenes ecográficas y, por supuesto, de los potentes métodos de exploración moderna introducidos recientemente como la TC o la RM. Hay que huir de la actitud, por desgracia demasiado frecuente, que convierte al médico actual en un coleccionista de un conjunto de dictámenes realizados por personas inconexas. Es imprescindible que el médico que cuida al enfermo tenga acceso a los documentos gráficos que resultan de las exploraciones complementarias y que vaya contrastando los resultados obtenidos con su orientación diagnóstica. Sólo así podrá situarse en una relación correcta con los especialistas en exploraciones complementarias a los que solicite su concurso. En beneficio del paciente, les proporcionará la máxima información posible sobre el problema clínico planteado y de su pensamiento diagnóstico, con lo cual será más fácil que dichos procedimientos resulten fructíferos. Pero a la vez que facilita toda la información, exigirá de dichos profesionales el máximo de datos que de tales exploraciones puedan obtenerse. Así, controlará la calidad de las exploraciones radiológicas, la coherencia de los dictámenes histopatológicos y, en el caso del laboratorio, solicitará, por ejemplo, que se le suministre siempre una tira electroforética con el objeto de examinar personalmente las bandas proteicas, o exigirá que un recuento de hematíes vaya acompañado de la determinación de la concentración hemoglobínica y del cálculo de los índices hemáticos, etc. En el caso de los dictámenes histopatológicos, no se contentará con un diagnóstico somero, sino que exigirá la descripción de las lesiones, así como el suministro de detalles de eventual valor pronóstico.
En suma, el médico responsable del paciente cuidará con esmero de que las exploraciones complementarias constituyan un escalón coherente con el proceso intelectual que ha de presidir todo el ejercicio clínico.
Tras haber completado las citadas fases del método clínico, se llega a establecer el diagnóstico definitivo. No pocas veces son varios los diagnósticos que se formulan. El buen clínico –que siempre duda de todo y está lejos de la autosuficiencia– sabe perfectamente que en medicina nada es definitivo y que sus conclusiones son siempre sólo parciales.Únicamente el examen necrópsico llega a aproximarse al diagnóstico definitivo, aunque incluso esta fase tiene evidentes limitaciones, derivadas del hecho de que el proceso del conocimiento biológico y por tanto médico sigue estando lejos de su final.
En los últimos tiempos se empieza a hablar de diagnóstico informatizado. Con frecuencia, las reacciones de los profesionales médicos frente a tal eventualidad son relativamente extremistas, consistiendo en una defensa ciega o en una descalificación a ultranza. En el futuro convendrá que todo médico se familiarice con la tecnología informática, sobre todo para la búsqueda de información. A la vez, podrá echar mano de programas que le ayuden a tomar decisiones y amplíen su horizonte diagnóstico diferencial. Con todo, la pericia necesaria para recoger los datos pertinentes (anamnesis y exploración física), así como la capacidad de integración intelectual requerida para el proceso diagnóstico no podrán ser sustituidas por el ordenador