EUTANASIA Y SUICIDIO ASISTIDO
La Real Academia de la Lengua Española define el término eutanasia como “muerte sin sufrimiento físico y, en sentido restricto, la que así se provoca voluntariamente”. Existen varias clasificaciones o divisiones de la eutanasia, ante todo la que la divide en activa y pasiva. La primera, también denominada positiva o directa, implica una actuación expresamente dirigida a facilitar o determinar la muerte del enfermo. La segunda representa más una omisión que una acción e incluye tanto la renuncia al uso de las medidas llamadas extraordinarias para el mantenimiento de la vida, como la utilización de fármacos destinados a mejorar algún síntoma y que pueden secundariamente acelerar la muerte. Esta última forma ha recibido el nombre de eutanasia activa indirecta. Otra diferenciación complementaria e importante es la que distingue entre eutanasia voluntaria o involuntaria teniendo en cuenta la voluntad del paciente en los casos, cada vez más comunes, en los que éste la ha expresado.
Se trata de un tema que es objeto de reflexiones y polémicas entre profesionales del pensamiento procedentes de áreas tan distintas entre sí como la medicina, el derecho, la ética o la religión. Su discusión rebasa ampliamente el marco académico e intelectual para alcanzar de forma apasionada y extensa a otros muchos grupos sociales y aparecer cotidianamente en los medios de comunicación.
Se omiten aspectos tan importantes como las connotaciones legales y religiosas. En relación con ello cabe recordar que la eutanasia, en España, desde una perspectiva legal se sigue equiparando a la inducción al suicidio, y así está contemplada en el artículo 409 del Código Penal, con penas de 6 a 12 años de cárcel que pueden ampliarse a 20 en caso de ayuda activa. En este terreno también está abierto el debate en España y son previsibles reformas importantes en los próximos años.
Desde una perspectiva médica y, sobre todo, en algunos puntos específicos referidos al paciente anciano, hay que recordar en primer lugar que, hoy por hoy, los médicos llevamos a cabo con mano amplia, habitualmente sin escrúpulos morales, y con aceptación mayoritaria por parte de la sociedad, medidas perfectamente encuadrables dentro de lo que hemos denominado eutanasia pasiva, en particular en individuos de edad avanzada. Se trata de decisiones como omitir actos que podrían prolongar la vida del enfermo: transfusiones sanguíneas, administración de determinados fármacos o traslado a unidades especiales. Junto a ello aplicamos medidas, sobre todo en situaciones de dolor, que pueden de hecho acortar la vida. Se trata de decisiones que los moralistas justificarían en virtud del principio del doble efecto. Ya se ha comentado cuál es la actitud de los médicos holandeses con una legislación mucho más permisiva que la española.
La segunda reflexión en este punto es doble, y el carácter añoso del paciente hace que presente tintes peculiares. Resulta paradójicamente favorable al anciano que su propia ancianidad y, según ella, su previsible mala recuperación lo protejan con frecuencia contra una de las mayores amenazas que se ciernen sobre el paciente moribundo: el encarnizamiento terapéutico. Las unidades de cuidados intensivos, máxima expresión de este riesgo y encuadrables dentro de la “alta y costosa tecnología”, suelen ser reticentes a la hora de admitir pacientes de edad avanzada. En la misma línea, tanto los médicos como el resto del personal sanitario y la familia, acostumbran a ser indulgentes con el anciano y pensárselo dos veces antes de recomendar cualquier tipo de medida de las denominadas extraordinarias.
En sentido contrario, el anciano en mal estado y con toda suerte de limitaciones presentes y futuras, se constituye en el sujeto ideal para quien tenga la tentación de dar el salto a la eutanasia activa. Sus mecanismos de defensa son escasos y las posibilidades de evitar una agresión de este tipo quedan en un buen número de ocasiones en manos de terceros. Las decisiones –por acción o por omisión– del médico en estas situaciones están cargadas de una tremenda responsabilidad. Puede surgir un conflicto importante con la familia del anciano por las presiones que ésta puede ejercer, y que en buena parte de los casos ejerce en un sentido u otro, atribuyéndose el papel de intérprete de aquél. Aquí hay que repetir que con mayor frecuencia de la que se piensa los intereses y deseos del moribundo y de su familia pueden no ser coincidentes.
El 20 de septiembre de 1984 un grupo numeroso de médicos franceses de gran prestigio hizo público un manifiesto en el que, entre otras cosas, afirmaban “haberse sentido impulsados en el curso de su carrera a ayudar a los enfermos en fase terminal a acabar su vida en las condiciones menos malas posibles con la conciencia de haber cumplido su misión”. También decían estar “dispuestos a abordar con los enfermos y a petición suya la cuestión de su muerte y a reflexionar con ellos acerca del medio de asegurarles un fin tan desprovisto de sufrimiento y angustia como sea posible”.
En este sentido cabe comentar que en los últimos años se están introduciendo alternativas orientadas a favorecer lo que se ha denominado asistencia médica al suicidio, con la cual se intenta, al menos en EE.UU., encontrar una vía que permita superar buena parte de los obstáculos éticos y algunos de los legales que plantea esta situación. Hay que tener en cuenta que el aumento de la edad se asocia a un incremento notable del riesgo de suicidio. En EE.UU. una cuarta parte de los suicidios los llevan a cabo individuos que han rebasado los 60 años. En España las cifras son parecidas. Además, la mayoría de los ancianos suicidas buscan ayuda en su médico, aunque pueden no expresarlo directamente.
La diferencia fundamental entre la asistencia médica al suicidio y la eutanasia voluntaria activa estriba en que en el suicidio asistido el acto final corresponde sólo al paciente y se reduce enormemente el riesgo de coacción por parte de médicos, familiares y otras fuerzas sociales. El papel del médico se limita al de consejero y testigo, así como al de facilitar los medios, pero es, en último término, el paciente quien decide actuar o no y quien, de hecho, actúa. Se trata de una propuesta-alternativa especialmente valorable en el caso del anciano.
Como criterios clínicos que justificarían la participación médica en un suicidio asistido, QUILL, CASSEL y MEIER (1992) proponen los siguientes:
1. El enfermo debe padecer un proceso incurable y asociado a sufrimiento muy severo y no controlable. Todo ello debe conocerlo el paciente así como las eventuales alternativas terapéuticas.
2. El médico debe estar convencido de que esa situación no se deriva de un tratamiento inadecuado.
3. La petición de morir como consecuencia del sufrimiento, debe proceder de forma clara, repetida y libre del propio enfermo.
4. El médico debe estar seguro de que el paciente no tiene alterada su capacidad de juicio y es capaz de entender todo lo que implica su petición.
5. La asistencia médica al suicidio sólo podría darse en el contexto de una relación médico-paciente óptima y, en la medida de lo posible, con un conocimiento previo directo por parte del médico de la enfermedad.
6. Se precisarían la consulta y opinión de otro médico experto para asegurar que la propuesta del enfermo es voluntaria y racional, así como la seguridad del diagnóstico y del pronóstico.
Por último, cabe requerir una constancia escrita y firmada por cada una de las partes implicadas de todos los aspectos mencionados.
La complejidad de este tipo de propuestas es obvia. Sin embargo, parece evidente que se impone un intento sosegado de búsqueda de soluciones para algunas situaciones terminales y que propuestas como la que se acaba de comentar son a priori acreedoras, al menos, de respeto y reflexión.
En una época en la que proliferan las sociedades proderecho a morir dignamente y en las que ya no resulta excepcional encontrarse con los denominados testamentos vitales, merece también la pena establecer algunas reflexiones sobre estos puntos. Frank INGELFINGER, que fue director del New England Journal of Medicine, comentaba poco antes de morir, en un editorial de la revista, que a la vista de lo que ocurre diariamente en nuestros hospitales, con frecuencia resulta un auténtico sarcasmo hablar de muerte digna y que, tal vez, a lo máximo que el médico puede aspirar es a no añadir más indignidad al hecho de morir.
En una línea parecida LÓPEZ ARANGUREN (1992) señala, en relación con la muerte del anciano, que el individuo nunca puede ser en sentido estricto protagonista de su propia muerte. Siempre será, por definición, el sujeto pasivo. Nosotros no nos morimos, somos muertos. La máxima aspiración en este terreno, señala, es una muerte estéticamente digna. Dignidad equivaldría a la valoración de la propia vida por los demás y ante los demás. En este sentido la muerte siempre es sólo un espectáculo en el cual nos morimos para los demás. ¿Qué pide entonces LÓPEZ ARANGUREN a la muerte? Cuatro cosas:
que sea un espectáculo decoroso, que no desdiga de lo que fue nuestra vida, que lo sea en compañía y no en el aislamiento tecnológico y que lo sea en el propio entorno en el que hemos vivido.
Son consideraciones todas ellas que deben ser tenidas en cuenta por el médico, pero que no deben anular el protagonismo, o el preprotagonismo, del individuo que va a morir. El respeto a la persona exige que la existencia de un testamento vital escrito ante testigos o, en su caso, la de una voluntad expresamente dada a conocer, también deba ser tomada en consideración. Ello acentúa la confianza del enfermo y le permite, al menos en parte, seguir siendo sujeto de sus propias decisiones.
Cabe señalar, por último, que en el tema de la eutanasia y en el de la muerte en general, la situación no suele plantearse en términos tan nítidos como a veces lo hacen quienes hablan o escriben sobre el tema, sobre todo si no se trata de profesionales de la medicina y sí de expertos en otras áreas del pensamiento (filósofos, escritores, etc.) cuyas experiencias personales sobre la muerte son muchas veces aisladas. Morirse suele ser un proceso complicado, salpicado de incidentes, donde el punto final no puede predecirse de forma exacta ni es tan recortado como algunos creen, donde las miserias, los sufrimientos, las dependencias y, muchas veces, la falta más o menos completa de conciencia del que muere convierten en retórica buena parte de esas reflexiones.
Pese a ello, la retórica a veces también ayuda. Por eso podría cerrar este capítulo con unas bellas frases publicadas por ANTONIO GALA con motivo de la muerte de su madre. Son palabras que expresan lo que para su autor representa la expresión “morir con dignidad” y que constituyen un buen ejemplo de auténtico testamento vital: “Desde aquí solemnemente solicito que cuando la vida... me retire su ávida confianza, no se me sostenga, ni un solo instante después, ni el pulso ni el vagido. Deseo vivir con la hermosa dignidad con que vivió este ser que contemplo adentrarse desesperado por la muerte, sin que lo dejen preso nuestros perros de presa melosos y cobardes: el malentendido amor, la abnegación estúpida, la fraudulenta esperanza. Y deseo morir (nunca comprenderé ni toleraré el amor inservible) con la hermosa dignidad con que tiene que morir un ser humano, que ha vivido su vida y va a vivir su muerte.”